Me escribe un querido amigo, a propósito del Estado Islámico, Boko Haram y otros Al Qaeda:
“Esto es un choque de civilizaciones y en tanto olvidemos que nuestra civilización es la Cristiana Occidental (Toynbee) y que sus raíces son grecorromanas y judeocristianas estamos perdidos. [...]”
¿Raíces judeo cristianas? ¿Civilización occidental?
Discrepo “radicalmente” con mi amigo. Estoy de acuerdo en la necesidad y la pertinencia de defenderse de los fanáticos, pero diverjo con él en ese asunto muy importante de las raíces. Son cosas profundas puesto que, como la imagen lo sugiere, se hunden en la tierra y pretenden interpretar la matriz de nuestro ser.
Lo primero que debemos tener presente cuando decimos que “nuestras raíces son judeocristianas” es que las sociedades no crecen de sus raíces como los árboles.
Las sociedades evolucionan en un mundo abierto, no determinado. Cambian y evolucionan por desarrollo, pero también por agregados, por mezclas, interacciones, choques y mutaciones bruscas. Los hijos no son iguales a sus padres, no se “deducen” ni “brotan” de ellos, no tienen de nacimiento ni sus virtudes ni sus defectos, se hacen en la vida. Con más razón, las sociedades evolucionan y cambian, pero no se deducen de sus precedentes históricos, no se derivan como una fórmula matemática de su pasado o de su historia. Porque, además, las sociedades no tienen ADN.
Las sociedades cambian por muchos factores: por su propia renovación incesante, por el factor aleatorio de la reproducción sexuada, por los movimientos de pueblos que llevan al contacto no siempre pacífico de culturas, y fatalmente al mestizaje. Las raíces históricas son el pasado, no son nuestra identidad.
No fue de las raíces judeo-cristianas que creció la República laica, fue en ruptura con ellas. Las raíces están presentes, no se desvanecen ni se pierden, pero hay algo más, algo creado después, hay novedades, hay una mutación de nuestra cultura que introduce la libertad, la abolición de la esclavitud, la libertad de la mujer, sus derechos cívicos y sexuales. Hay ruptura y continuidad a la vez. Hay lugar en la República para creyentes y no creyentes, para católicos, judíos, protestantes, ateos y musulmanes que respeten las leyes.
El desafío del fanatismo conquistador y agresivo, que puede ser religioso como en el caso de los islamistas, que puede ser nacionalista como en el caso de los rusos, no se debe enfrentar refugiándose detrás de un altar o bajo las sotanas del cura del pueblo. Se combate sin retroceder, bien plantados sobre nuestros valores de la libertad y de la modernidad, se combate y se vence afirmando y viviendo esos valores, haciéndolos realidad.
Nuestra república es un estado de derecho, inclusivo de todos los que acepten y respeten sus leyes, sin importar el origen, la sangre o la religión. Es eso lo que debemos defender.
Muchas raíces
Sin embargo, en lo de las “raíces judeo-cristianas” hay otra falsedad, tanto en el caso de los españoles como en el de los americanos. En el caso de España, porque la presencia dominante del islam en la Península Ibérica durante siete siglos dejó para siempre una huella en nuestra civilización. Lo atestigua el gran número de palabras de origen árabe en el castellano, los monumentos, la arquitectura. En el caso de América, llamada “Latina” porque las lenguas comunes son de origen latino, las culturas precolombinas, aún hoy presentes y vivaces en muchos dominios, no se pueden ignorar, como tampoco es menor el aporte africano. Varios países de nuestra América tienen lenguas oficiales, al lado del castellano, que son de origen precolombino: por ejemplo, el Paraguay tiene el guaraní, Perú el quechua, el aimara y otras, México tiene 67 lenguas nativas reconocidas como “lenguas nacionales”. ¿Y la raíz judeo-cristiana? Es una entre otras; no se puede negar la historia ni elegir, dentro de la historia, la raíz que más nos gusta.
¿Es posible elegir a sus antepasados?
Hay personas que creen que pueden elegir a sus antepasados, exaltando a unos y negando a otros, y a veces inventándolos. Unos se dicen italianos porque tienen un abuelo italiano, otros se dicen charrúas porque nacieron con la mancha mongoloide.
El hecho es que todos los seres humanos somos descendientes de una serie geométrica de antepasados: dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, y así sucesivamente. Tenemos una multitud de antepasados, y en el tumulto de la historia hay en esa multitud personas de distintos países, colores, costumbres, culturas y orígenes, sin hablar de virtudes y defectos. Eso es más evidente en un país como Uruguay, poblado casi exclusivamente por migrantes de los países vecinos y de Europa, pues la población precolombina era poco numerosa. Es más, la especie humana actual, según lo que se sabe, se originó en un valle de África Oriental y se difundió por oleadas sucesivas a todo el Planeta, llegando por último al continente americano. Por la información genética que se posee, en cada etapa de ese camino nos cruzamos con las poblaciones que encontrábamos, de especies vecinas (neandertales, floresiensis, denisoviensis) o de nuestra misma especie de otros caminos migratorios.
En los últimos cinco siglos de historia americana no ha sido distinto: las poblaciones se cruzaron y se mestizaron, como sucedió siempre. Lo mismo que en nuestra Banda Oriental.
La verdad es que en nuestra sangre están todos nuestros antepasados, y no solamente algunos, no solo aquellos que nos gustan, los más de moda o más lindos y virtuosos; están todos, con los sufrimientos, los goces, los errores y los trabajos de sus vidas, que de generación en generación culminaron en nosotros. ¿Por qué negar a unos y privilegiar a otros? Todos fueron necesarios, todos están en lo que somos, como nosotros estaremos en las generaciones que nos sucedan.
Otra cosa es analizar los vestigios culturales que dejó cada una de las cepas que se fusionaron en la población, estudiar lo que pervive en nosotros de los guaraníes, de los genoveses, de los mandingas, de los andaluces, de los minuanes, de los gallegos.
La no discriminación por raza, religión, sexo, lengua o credo debe aplicarse también a los antepasados. No elegir a unos y negar a otros.